Cuarentena del infierno y otras pesadillas de compartir piso
Empezaré diciendo que soy una privilegiada. Me llevo bien con mi pareja y tenemos terraza, algo que con el encierro forzoso te da la vida. E incluso con esas se puede hacer duro.
Pero no es de eso de lo que va esta historia. Con todo el asunto de la cuarentena, no puedo evitar pensar en la época en la que compartía piso. La mayoría de mis compañeros de piso han sido buenos y, probablemente, ellos me aguantaron mucho más de lo que yo les aguante a ellos. La mayoría.
La historia comienza con una mudanza apresurada y un compañero de piso sin olfato. Al menos esa era la excusa que usaba para sus hábitos higiénicos extraños. Alguien a quien cuando su jefe le dijo, con todo el palo que debió pasar, que sus compañeros no querían sentarse a su lado porque olía mal, tuvo los santos cojones de decirme que “no era su problema porque a él no le molestaba”. Y por algún extraño tipo de locura, esperaba mi apoyo en eso.
Aquel fue el preludio del horror. La culpa no era del olfato, era de sus cojonazos. Aclaro que ya antes de aceptarlo como compañero de piso le había explicado muy claro que no iba a aceptar mierdas, literales o figuradas. Que si no cumplía con los básicos de convivencia y su parte de las tareas, a la calle. Así que ante aquella declaración hedionda, le obligue a poner la lavadora, ducharse (Si, tuve que pedir a un adulto que se duchase) y amenazarle con que si algo volvía a oler como la basura, que pensaba tirarlo, no lavarlo (Se ve que de normal quien se encargaba era su madre).
Esa fue la primera pista, porque aparentemente esperar que tu compañero de piso no apeste y que se ponga sus propias lavadoras es de feminazi. Te cagas.
Hubo más encontronazos, claro. Desde las exigencias de que preparase la cena a la hora que le venía bien. Porque claro, de que no me importase cocinar para dos en lugar de para uno solo, la conclusión lógica es que hay que cocinar lo que le gusta a él y faltase a karate para hacerlo. Claro, claro. No coló y como respuesta se dedicó a mirarme de mal rollo estilo “stalker” hasta que le dije que se pirase.
A cuando invitó a un amigo a pasar unos días en la casa sin siquiera decirme nada, que luego resultó no ser tan amigo, le dejó tirado por una pataleta y me tocó cancelar una cita para ir a hacer de anfitriona a alguien que apenas conocía porque él desapareció sin decirle nada a nadie. Te cagas.
El colofón final tras menos de un mes de convivencia fue la verdura podrida. Tras irme apenas una semana a ver a mi familia, me encontré que había sido incapaz de tirar la verdura y que había dejado que se pudriera en la nevera. Con el consiguiente marronazo no sólo de tener que tirarla, si no de limpiar y desinfectar la nevera para que se fuera el olor. Llega cansada del aeropuerto y ponte a limpiar. ¿El motivo? No tiene sentido del olfato.
No coló. Ni tampoco cuando alegó que no sabía distinguir la verdura podrida o empezó literalmente a llorar porque “trabajaba muy duro” y llegaba demasiado cansado para tirar la basura. Excepto que había presumido de no hacer horas extra y su supuesto cansancio no le quitaba de jugar videojuegos.
Como soy una feminazi del averno terrible que no comprende a los pobres hombres como él, que lo que necesitan es apoyo y que les cuiden y les hagan las cositas, ese fue el momento en el que decidí echarle y a partir de ahí la cosa no duró mucho más.
Podría pensarse que mi experiencia fue una “excepción”, algo que ya no pasa. Pero ahí estaba una de las becarias para corregirme, porque se ve que aún hay madres que van a decirle a las compañeras de piso que les hagan las cosas a sus hijos. O historias de terror de gente que tras llenar el fregadero de platos empieza a acumularlos en la bañera.
Y entonces pienso en la cuarentena. En estar encerrado con alguien así y en que eso es el guión de un thriller o de una película de miedo donde sólo el olor a lejía o a sudor rancio te dice quién ha ganado. En fin, dejaré la idea para alguien con más talento: Cuarentena del infierno, la peli.